Iba en su auto, más preocupado en sus pensamientos que en su andar, como en tantos otros pasajes y caminos (en su auto, cargado desde el motor hasta la extensión de su baúl con algunas de las que llamaba sus ideas, entre interesantes e inservibles). Entre estas, sus, no sé si muchas o, mejor dicho, no sé si tantas elucubraciones (una de ellas, el verdadero significado de la misma palabra elucubrar), la más constante era la de, extraña coincidencia verán, uno de sus amores juveniles.
Recordaba esos flamantes ojos, envueltos en un simétrico hasta la hermosura rostro, adornado por su siempre monumental figura.
Pensaba en esos novelescos enredos que habían terminado más cerca de una tragedia, en su irresoluta relación con ella; irresoluta porque esos recordados, y tan llenos de miradas, ojos, nunca habíanse fijado verdaderamente en él, dirigidos por ese entonces, a sus propios enredos y travesuras entre puberales y amorosas, más amorosas que puberales.
Cruza una calle oscura que no desentonaba con el resto del paisaje, jugando enamorado con la ambigua luna, recordando viejas historias mientras ideaba quizás otras nuevas.
Y como en la luna, pensaba ahora, luego de haber cruzado toda la calle en su extensión, en este amor, no sé si el más intenso, el más real o el más largo, pero definitivamente, en alguna de sus más escabrosas acepciones y formas, al fin, amor. La cuestión es que, en ese momento y bajo esas pocas estrellas refugiadas y vigiladas por la cruda oscuridad, y sin hacer caso a algunas enseñanzas de algún profesor de alguna especie de filosofía, se regocijaba perversamente, en el buen sentido, si lo hay, de perverso, en ése, esa noche, su amor, el amor de su vida.
Y si a algún curioso todavía le interesan las palabras de su maestro (por lo pronto, al escritor le interesa dejarlas entrever) eran, entre otras muchas, que ese amor adolescente ya se había ido; ya, sus alumnos, entre ellos el conductor del gobernado auto, debían crecer, y tener una visión más objetiva, real, concreta del complejo mundo actual. Visión que no se alejaba de su amistad con esa fría noche de martes.
Pero él, en ese momento, esa noche, se había permitido un bocado de fantasía. Y pensaba. ¿Porqué no habría en ese actual mundo, en su mundo, en su aburrida de a ratos, ciudad, una suerte de Delfos, una suerte de Apolo, Sibila, Calcas o Casandra? Idea mucho más interesante que el mero horóscopo de alguna marketinera revista, que la globalizada galletita de la fortuna o alguna errada en sus presagios y eliminada participante de “Gran Hermano”. Y aquellas, sus ideas, nunca desprovistas de deseo, deseaban entonces, si corresponde usar el término desear, un oráculo más certero. Deseaba un dios pagano, griego o hindú, pero, sobre todo, funesto y arbitrario, contra quien descargar la ira que, de a ratos, sentía por su aburrido destino.
Lo que no sabía es que la certeza es todavía más mezquina, fría y objetiva que la, muchas veces bondadosa, ignorancia.
Lo que no sabía es que persiguiendo a sus pensamientos, sin la necesidad de dios pagano alguno, un extraño destino lo avizoraba, ignorándolo él, gracias en principio a la ya bien conocida bondad de lo inconsciente.
Resultó, a modo de problema matemático, que en la próxima esquina lo esperaban las “moiras” de la región, en medio de una amena, y de seguro más que interesante, charla con el secuaz de Aqueronte, surgiendo entre x e y, que fácilmente podrían ser nuestros personajes - y algún que otro paréntesis-, una, espero legible, ecuación, carente segura de cualquier aritmética lógica.
Sumido en sus pensamientos, pie izquierdo jugando a su vez un histérico juego con el freno y el embrague, y pie derecho fiel a su amorío con el acelerador, y las manos entre volante y cambios, nunca pudieron prever y nunca podrían haberlo hecho, quién sabe que dios o señor del destino manejaba ese volante de hace ratos, que el amor de su vida, esa noche, se encontraría con él y los otros, expectantes; (en síntesis) todos se encontrarían en la misma situación, sin saber, tan sólo quizá en algún mero pálpito, que se iban a encontrar. Una esquina y un segundo los reunirían.
Clavó los frenos. Ella miró como obnubilada. Ellos empezaron su banquete.
Lo que él tampoco sabía es que ella sí había ido a su propio Delfos, quien la había signado con algunas heladas palabras tales como amor, vida y un curioso, místico y enredado destino, que entendería a su momento, quizás alguna fatalidad; en fin, todas esas cosas que acostumbran decir y nos acostumbramos a oír de los oráculos y, por qué no, también de las gitanas.
Él maldijo. Ella no tuvo tiempo. Ellos agradecieron no haber jubilado su trabajo.
Él salió más rápido del auto que de sus pensamientos y la vio. Ahora sí no entendía ese montón de cosas que hace unos instantes, o en toda su vida, no había creído entender. Lo que si pensó, pero tampoco sabía, era la certeza de la particular muerte ocasionada a su amada, esa noche. Él. A ella.
Lo que se sigue, ustedes mis lectores, si son algo más que parte de este cuento, y existen, verán de discernir su continuación como fantasía o realidad, paradójica ironía. Verán si los comensales festejaron o decidieron esperar. Para los primeros aquí termina la historia; para los esperantes, espero satisfacerlos con unas líneas más.
Unas fugaces lágrimas, como líneas, recorrieron el camino a su muerte, o hacia la unión en el piso con otras fugadas gotas carmesí.
Él la abrazó y alzó, como siempre hubiera querido. Como nunca hubo querido.
Entró en su auto camino al hospital, que se encontraba, extraña fortuna, a tan sólo unas cuantas, ahora mucho más oscuras, cuadras. A su lado estaba la idea de su amor y una mujer inerte al lado de ésta última.
El tiempo para el relato, o la vida, es una cuestión que amerita otras obras y las que ya hay seguro son más completas, acabadas y sinceras que lo que podrían ser las mías.
Así diremos entonces que, y ahora vemos que para mi birome es imprescindible alguna noción de tiempo, luego de muchos confusos pensamientos entremezclados con emociones de todo tipo, color y forma, principalmente, aquellos de tinte más opaco y taciturno, llegada la pareja al hospital, apareció, otra vez extraña suerte, un doctor.
Y es extraño ahora como dos personas que apenas conocemos, o no conocemos nada, en absoluto, pueden ser investidos de tantos, por demás locos, no sé si insanos, sentimientos y afectos. Esta es la anamnesis guardada para él, es decir, del despistado y soñador conductor. Ahora faltaba esperar la del doctor. Y más raro caso, esperando no pecar de ingenuo, o sí, es el de éste último. Este artista de la salud, sin ninguna significación para el amante hasta ese entonces, se convirtió de un golpe en una especie de salvífico redentor (y perdón, si se quiere, por tal blasfemia, pero así él lo pensó sin poder evitarse), de una especie de mago, único, amado, médico de almas, que se convirtió en todo eso con tan sólo alguna esbozada sonrisa y dos cortas palabras, que en sí nada de mágico tienen, o sí.
Y dijo:-puede pasar…-.
Entró nervioso. Ella esperaba nerviosa. Ellos también.
Él no podía creerlo. Ella no recordaba siquiera lo que significaba el término creer. Ellos si lo recordaban y también podían creerlo.
Y la suerte, fortuna, probabilidad, chance, azar, dios, Dios, diosa o fría (y hasta ahora, para él, para algunos, más que sublime) realidad, otra vez, fiel a lo que creo su esencia, había sorprendido a todos una vez más. A él, a ella, a ellos, y al mismo narrador. Sin romper con mito alguno, sin arruinar la fantasía del muchacho, sin quebrar el inefable oráculo de alguna traviesa galleta o eminente númen, sin reprimir el deseo, sin jubilar al médico ni a los incansables y eternos jornaleros infernales, y evitando dejar sin tinta ni papel el sueño de alguna suerte de escritor, la historia gobernada por la suerte volvió a jugar, ustedes dirán si dramática o no, yo diré que ni buena ni mala, ni justa o injusta. Simplemente, suerte.
-¿Qué pasó?-.
-¡No sé que pasó! Perdón. No sé cómo ni de donde apareciste… y te atropellé. Perdón…
-Pero… ¿te conozco?-.
-Mmm…No...Bueno, sí. Y justamente estaba pensando en vos… no sé si vas a entender…
(Algunas lenguas refieren que entre el diálogo antecedente y el subsiguiente, pudo haber habido tiempo)
-Creo que sí…- y con la cara toda sonrosada respondió:- ahora yo no sé si me vas a creer o no, pero lo único que apenas recuerdo es que algo o alguien me dijo que me iba a salvar la vida el amor de la mía…curioso destino, ¿no? jaja…- y luego de un silencio:- ¿Sos el amor de mi vida?-
Y él, loco, delirante, ignorante como nunca, sonrojado, nebuloso, a punto de caer, de darle un descanso a su cabeza, a su razón, y en un tono lo menos claro posible y lo más entre agudo y grave posible, respondió:-no…no sé… pero de seguro (aunque no lo pensaba o creía tan seguro) el de mi rara vida, y esta noche sobre todo, vos, lamentablemente (en un esbozo lo menos parecido a lo que en realidad es una risa) sí lo sos.-
Y ella, grandiosa y radiante como nunca, empezó, alegre, a reír. Nada pudo haberla hecho más reina.
_ ¡Sos un nabo! ¡Estoy hecha mierda, no recuerdo nada, y vos, la única persona presente y que aparenta conocerme, te pones romántico! ¡Porque no me acuerdo como hice para conseguir a este loco lindo! Jajaja. Ahora, aunque siga sin entender nada, ¿no te dijo el médico en cuanto tiempo nos vamos a poder ir? ¿Y qué hacía yo caminando en una calle oscura y vos atropellándome?-, dijo sin poder quitarse su buen humor. Buen humor sin sentido, rayando la locura, pero buen humor al fin. -¿Vamos a casa, dale? Necesito descansar.-
Y ahora sí, él no entendía nada de nada. Estaba totalmente perdido. ¡¡Su amada no recordaba que en realidad no lo amaba!!
Y, con su mente hasta ese momento nula de tanto trajín y embotellamiento (de ideas y raras sensaciones), volvió a pensar.
Su amada no recordaba que no lo amaba.
Su amada no recordaba que no lo amaba.
Su amada no recordaba que no lo amaba.
Y ahora sí, no pensó más. –Creéme que yo también necesito descansar-.
Mencioné que el tiempo no tenía mucho sentido ni importancia en este cuento. De importancia es que él salió. Y se la llevó. No sé que pacto, si lo hubo (y menos entre quienes), se realizó: diablo, dios, ángeles, Tanatos, Eros, Moiras, o azar. Pero, como dije, sin pensarlo, se la llevó.
Lejos de ahí. Para olvidar (quizá) lo que ella había olvidado.
Y sí. Al parecer fueron felices o, mejor dicho, armaron su propio sentido y significado de felicidad, casi como una nueva palabra. Extraña felicidad dirán ustedes. Extraña, considero, pero envidiable para muchos del resto de nosotros, los mortales.
Cerrar esta historia, darle más detalles, me parece empresa imposible, o sólo es que no lo quiero hacer por algún infantil e inentendible capricho. (Ello quizá implicaría un grado mayor de verosimilitud, el cual, ahora considero, de ninguna forma envidiable a otro cuento).
Imagínelo, si quiere, usted, lector, lectora, si quiere, como yo lo hice, lo hago, ahora, como único lector.
Lo único que añadiré es que él no se llamaba Paris, ni menos Alejandro. Pero, definitivamente, ella, de seguro, era Elena (aunque quizá no siempre se había, habría, o hubiese llamado así).
NOTA: nótese los impresionantes errores de gramática y expresión. Bueno, es difícil no haberlos notado, claro está, usted no es tonto -y no sea tonto-: no piense que el autor, aunque así quiera engañarlo, verdaderamente quiso escribirlo así, con errores. Pero es que así nomás son los pensamientos, por lo menos los únicos que conozco, entiéndase, los míos propios, quizás por ser algo tonto; eso también, no sea tonto ni se deje engañar, sólo usted lo sabrá.
viernes, 15 de enero de 2010
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2 comentarios:
Me hace acordar a algo...
Espero que algo bueno... besos
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