Volvía después de horas de estudio en la casa de una gran compañera y amiga. Sus padres no habían podido ir a buscarlo porque ya estaban de vuelta en el centro, razón por la cual estaba sentado como un verdadero despojo en uno de los últimos asientos del colectivo. Todo un malcriado, pensaba, haciendo irónicos juegos de palabras rumiadas. No había mucha más gente que él. Algunos iban acompañados y otros hasta charlando una de esas interesantes conversaciones, de esas que a él le hubiera gustado escuchar, para que se le pase más rápida su estadía en ese metal grande con ruedas como a veces lo llamaba, y ahora pensaba que ese era quizás uno de sus versos más logrados.
Ella subió unas cuantas paradas más adelante que él, aunque no supo precisar cuántas, en realidad. Igual, eso había resultado ser un detalle por demás nimio para él. Toda su atención estaba puesta simplemente en el hecho de que ella había subido.
Sin notarlo, claro, no fijaba sus ojos en nada más que ella, o más allá de ella, menos todavía lo procesarían sus alborotadas neuronas, de pronto se encontraba caminando hacia uno de los asientos de adelante, y poco después, luego que el chofer sorteara con fortuna unos pozos que casi lo voltean y el hiciera lo propio con la ansiedad y los nervios que lo ponían en un serio riesgo de tumbo, se encontraba saludándola cortésmente, sentado en el asiento contiguo.
Y así se encontró, a su sorpresa, luego de improvisada y efectiva presentación, charlando con ella de los avatares que siempre traen aparejados los exámenes finales de la facultad. Si no hubiera leído Cortázar, la flor amarilla, creo que así se llamaba, y Veneno, todavía estaría sentado inmanente en su ya citado despojo de asiento.
-Así que pensás que te fue bien- dijo protocolarmente, -es toda una suerte eso. Yo si aprobé, pero lástima que el profesor era uno de esos locos chiflados que no te dejan hablar, prefiriendo escucharse a sí mismos…pero sí, es verdad, que lo que yo decía era notablemente aburrido-.
Ella rió levemente, esbozando una, pensó, característica sonrisa. –En fin, lo importante es aprobar- sentenció ella como compadeciéndose.
-¿Nunca te tocó uno de esos profesores?- le preguntó, esperando que ella no malinterprete sus dichos; él seguro, si hubiera sido su profesor habría sido tentado a la invitación de un roce, pero al parecer existían profesores más decentes y profesionales, y por qué no más boludos. Pero por suerte o mero azar no fue así – el profesor era más decente, por lo menos, y ella no “malinterpretó” sus dichos- y siguieron hablando de enriedos estudiantiles, mientras el chofer seguía cansándose de dar vueltas, meter cambios y hacer asustar a esos taxistas y remiseros: - sus enemigos favoritos- ingeniosamente, pues ingenioso se creía, concluyó él.
De un momento a otro, como todos los vaivenes y giros extraños que se dan en las charlas, ni qué decir de la vida, peores que las mismas maniobras, arriesgadas algunas y heroicas otras, del colectivero, se encontraron hablando, riendo y hasta, a veces, por no decir a menudo, burlándose de los otros pasajeros, buscando inteligir y descifrar entre los codificados y curiosos labios de aquellos una discusión emocionante, o por lo menos sorprendente.-Para mí que esta noche se pelean- infirió ella, mientras él asentía con la cabeza, aunque no tan seguro.
Después charlaron de ese tipo vestido raro, que parecía un bandolero -¿todavía se usa esa palabra?- se destartaló a carcajadas su acompañada, armándole consecuentemente – y sin detenerse demasiado en el anticuado vocabulario de su inesperado acompañante- escabrosas historias de su vida, asaltos frustrados a mano armada y muertes violentas, razones por lo cual pensaban que había elegido quedarse parado a pesar de la inmensidad de asientos que sobraban en el colectivo y lo rodeaban de una manera confusa.-Y sí, será, como que no hay otra…- asintió él, incrédulo con toda seguridad.
Rápidamente, luego de analizar las, fantásticas algunas y aburridas otras, historias del resto de los individuos con quienes compartían el voluminoso móvil, se dieron con que ya estaban llegando al centro, a unas pocas cuadras del fin del recorrido de él. Pero a ella le quedaban muchas cuadras todavía, así que él, sacando cuentas de kilómetros, números de cuadras, ecuaciones de tiempo y posibilidades estadísticas de volver a tener una tan buena charla en tan exquisita compañía, se aventuró a decirle: -por acá es mi parada, pero me da cosa que andés sola a merced de ese asesino, o en su defecto del atroz chofer-. Ella riendo entonces, cómo no hacerlo, le dijo: -¿Te da cosa?-.- Bueno, en realidad es sólo que no quiero bajarme…no hace tan mal tiempo acá arriba y todavía no nos contamos la historia de vida del malhumorado chofer…- alcanzó a decir, sin poder evitar sentir como su cuerpo ponía un poco colorado, en serio, un poco nomás, vaya uno a saber porqué. Nada tenía que ver el estar locamente enamorado de la completa y ahora tan familiar desconocida. En fin, quién se dignaba en conocer a quién por estos días y, porqué no, por todos los días. Más aún, ¡quién se digna a enamorarse en estos tiempos!
-En ese caso te invito a que sigas arriba de mi colectivo, hasta que llegue mi parada- dijo, magnánima y radiante, salvándolo esta vez ella a él del enriedo que acarrean tan devastadoras y patéticas declaraciones…-pero si volvés a decir chofer te juro que me bajo yo y por la ventana- estalló otra vez en una encandilante carcajada.
Fue así que se siguieron contando de sus vidas -pero sobre todo de la vida de ese intrépido y misterioso conductor-, enredados y superpuestos por largos silencios y desternilles de risas. Palabras e historias profundas, vibrantes y rápidas al decir pero que nunca acababan, como el de la familia del colectivo, quiénes serían sus hijos de chapa, pintura y ruedas, de quien sacarían los faros, a qué edad empezarían a andar por las calles rotozas de la ciudad, que trole-bus o colectiva había sido capaz de robar su motor, a su papá y a ellos, -aunque seguro que es la misma, nadie escapa al complejo de Edipo- a pesar de que poco sabía ella de un complejo de Edipo y él no era Oliveira, y menos le hubiera gustado ser Gregorovius, como para explicarle-; después siguieron la discusión sobre si la misma se había marchado o no, y porqué, y ella, en voz alta, pensó – pero entonces no puede ser la misma colectiva la ladrona de los motores, porque ellos no están enamorados de su abuela-. Maldición, pensó él, para sí, ella tenía toda la razón, la suya y la suya. -Y qué pensará de su empresa…- siguiendo la, fantástica hasta lo absurdo, elucubración; luego discutieron sobre el cansancio o no de ser colectivo y si les caerían bien, o muy mal, estos dos particulares viajeros, así se creían, del común de pasajeros que habitaban intermitentemente en su metálico estómago.
A todo esto se subieron y sentaron otras dos señoras adelante suyo, que se traían toda una novela familiar entre manos y lenguas, por demás largas las últimas, que si él hubiera sido Cortázar habría escrito el episodio.
Sin embargo, esto no sirvió para olvidar que ahora también empezaba, o terminaba, no sé bien, a quedar poco para el arribo a la parada de destino, uno muy cruel, uno muy triste, tan aburrido y vacío cuanto más se arrimaba, tan agobiante de enferma y abúlica normalidad y de una mediocridad estéril que parecía esperarlo inamovible en su habitual descenso al, por así decirlo, mundo real.
Él la miró entonces triste, como extrañando el momento en que estuvo destinado a escuchar el desenlace apasionado de Juan y María, - nombres comunes si los hay- dijo alguno de los dos, relatado por las rubias teñidas, de vestidos de fuertes colores y casi ancianas señoras, ésas de cabellos abultados hacia arriba, formando simpáticos cortes y pliegues capilares –eufemismos comunes si los hay- dijo el otro, bien propios de viejas chusmas con fuertes perfumes de antaño cadavéricos, como correspondiendo al estereotipo.
Ella, por su parte, luego de rebatir con un sarcasmo sutil el –no te preocupes, ya te va a tocar a vos también- con que él la jodía, aunque ya no con una risa ni tan fuerte ni tan estruendosa y sí tan que sonaba a un “¡chau, te me estás yendo che!”, como que ya no quería mirarlo mucho, sobre todo para no enfrentar la soledad que empezaba a habitar en las miradas de su compañero de coche, quedándose más callada a cada metro y con su nueva y distante mirada, que también se contagiaba de ese frío que no era de invierno.
El chofer, su chofer, ese entrañable conductor, ese mágico señor hacedor de caminos de maravilla, pisó insensiblemente los frenos, obligando a detenerse sin miramientos al coloso de fierros de familia abultada. La parada había llegado, como un terremoto que llega y barre todo y destruye sueños y cuentos y vidas con una impiedad e inclemencia que a Nerón le quedarían grandes. Había que parar, para de todo, sabiendo irónicamente que hay cosas que no pueden detenerse. Hay paradas que pueden ser muy injustas.
Tuvieron que detener sus miradas un segundo y mirarse, tuvieron que parar de huir de sus realidades y fantasías y mirarse y enfrentar el adiós, por injusto que sea; en ese segundo, que alcanzó para mirarse, para verse y decirse y soñarse y amarse, en ese segundo, pararon de todo.
Unos metros más adelante las señoras de finos peinados, así se creían ellas, empezaron a hablar de esos locos, no de María y Juan, de ellos ya se habían cansado hace rato, sino de aquellos que no habían hecho más que molestar y reírse, -por no decir joder- dijo la otra, llegando a la sospecha de que hasta por momentos las habían estado escuchando.
–Vos sabés que yo estoy segura que sí. La juventud está decadente y ahora nos venimos a enterar que encima chusmas- y cerró su compañera la conversación con un leve y tosco bramido que intentaba ser un entendido sobre el tema ajhá, como reafirmando los dichos de la otra vieja, mientras los veían ahora volverse a encoger de estómagos y esconderse en gigantes carcajadas, subidos juntos en lo normal de un colectivo, perdidos en una multitud que los cobijaba, como justificando lo injustificable de sus vidas en una también –o tan bien- injustificable existencia, a esos dos extraños pasajeros de colectivo.
-Y habrán seguido vagando y viajando eternamente en ese ómnibus, armando historias sin sentido de esas cotidianas y aburridas gentes, de todos aquellos seres sin nombre, de esos paisajes humanos y decorativos personajes, sin darse cuenta que en realidad estuvieron hablando todo el tiempo de ellos mismos- pensó el último viajero que los acompañaba, que sí era un chusma y al parecer había escuchado y visto todo con extrema atención, y que ahora bajaba como regalándoles cual generoso padrino en noche de bodas el mentado colectivo, ese coche nupcial, ese espacio y ese momento para su amoroso idilio, mientras caminaba asiendo un cigarrillo hacia su casa de tres pisos que odiaba tanto porque lo confinaba a vivir sentado leyendo un libro, o viendo una película alquilada, razón por la cual odiaba sentarse en cualquier otro lugar, sea o no ese lugar un colectivo. Cómo sentarse y detenerse, cómo, si en verdad uno puede estar parado toda la vida; cómo si para parar, se tiene toda la vida.
-Debió ser por eso que prefería no sentarse en los asientos- pensó así finalmente y se levantó despabilándose de ese despojo que eran él y su asiento, intentando agarrarse y no caerse, y de seguro perderse -aunque qué lindo sería perderse- hasta tocarle el timbre a un serio conductor de colectivo, del cual nada sabría sobre su vida, para poder bajar a su parada que, de manera firme y monumental, incólume y terrible, como siempre, lo esperaba, para seguir tranquilamente su camino, prendiendo uno de esos tan ansiados cigarrillos.
Y así parar de pensar un poco, para pensar otras cosas.
Ella subió unas cuantas paradas más adelante que él, aunque no supo precisar cuántas, en realidad. Igual, eso había resultado ser un detalle por demás nimio para él. Toda su atención estaba puesta simplemente en el hecho de que ella había subido.
Sin notarlo, claro, no fijaba sus ojos en nada más que ella, o más allá de ella, menos todavía lo procesarían sus alborotadas neuronas, de pronto se encontraba caminando hacia uno de los asientos de adelante, y poco después, luego que el chofer sorteara con fortuna unos pozos que casi lo voltean y el hiciera lo propio con la ansiedad y los nervios que lo ponían en un serio riesgo de tumbo, se encontraba saludándola cortésmente, sentado en el asiento contiguo.
Y así se encontró, a su sorpresa, luego de improvisada y efectiva presentación, charlando con ella de los avatares que siempre traen aparejados los exámenes finales de la facultad. Si no hubiera leído Cortázar, la flor amarilla, creo que así se llamaba, y Veneno, todavía estaría sentado inmanente en su ya citado despojo de asiento.
-Así que pensás que te fue bien- dijo protocolarmente, -es toda una suerte eso. Yo si aprobé, pero lástima que el profesor era uno de esos locos chiflados que no te dejan hablar, prefiriendo escucharse a sí mismos…pero sí, es verdad, que lo que yo decía era notablemente aburrido-.
Ella rió levemente, esbozando una, pensó, característica sonrisa. –En fin, lo importante es aprobar- sentenció ella como compadeciéndose.
-¿Nunca te tocó uno de esos profesores?- le preguntó, esperando que ella no malinterprete sus dichos; él seguro, si hubiera sido su profesor habría sido tentado a la invitación de un roce, pero al parecer existían profesores más decentes y profesionales, y por qué no más boludos. Pero por suerte o mero azar no fue así – el profesor era más decente, por lo menos, y ella no “malinterpretó” sus dichos- y siguieron hablando de enriedos estudiantiles, mientras el chofer seguía cansándose de dar vueltas, meter cambios y hacer asustar a esos taxistas y remiseros: - sus enemigos favoritos- ingeniosamente, pues ingenioso se creía, concluyó él.
De un momento a otro, como todos los vaivenes y giros extraños que se dan en las charlas, ni qué decir de la vida, peores que las mismas maniobras, arriesgadas algunas y heroicas otras, del colectivero, se encontraron hablando, riendo y hasta, a veces, por no decir a menudo, burlándose de los otros pasajeros, buscando inteligir y descifrar entre los codificados y curiosos labios de aquellos una discusión emocionante, o por lo menos sorprendente.-Para mí que esta noche se pelean- infirió ella, mientras él asentía con la cabeza, aunque no tan seguro.
Después charlaron de ese tipo vestido raro, que parecía un bandolero -¿todavía se usa esa palabra?- se destartaló a carcajadas su acompañada, armándole consecuentemente – y sin detenerse demasiado en el anticuado vocabulario de su inesperado acompañante- escabrosas historias de su vida, asaltos frustrados a mano armada y muertes violentas, razones por lo cual pensaban que había elegido quedarse parado a pesar de la inmensidad de asientos que sobraban en el colectivo y lo rodeaban de una manera confusa.-Y sí, será, como que no hay otra…- asintió él, incrédulo con toda seguridad.
Rápidamente, luego de analizar las, fantásticas algunas y aburridas otras, historias del resto de los individuos con quienes compartían el voluminoso móvil, se dieron con que ya estaban llegando al centro, a unas pocas cuadras del fin del recorrido de él. Pero a ella le quedaban muchas cuadras todavía, así que él, sacando cuentas de kilómetros, números de cuadras, ecuaciones de tiempo y posibilidades estadísticas de volver a tener una tan buena charla en tan exquisita compañía, se aventuró a decirle: -por acá es mi parada, pero me da cosa que andés sola a merced de ese asesino, o en su defecto del atroz chofer-. Ella riendo entonces, cómo no hacerlo, le dijo: -¿Te da cosa?-.- Bueno, en realidad es sólo que no quiero bajarme…no hace tan mal tiempo acá arriba y todavía no nos contamos la historia de vida del malhumorado chofer…- alcanzó a decir, sin poder evitar sentir como su cuerpo ponía un poco colorado, en serio, un poco nomás, vaya uno a saber porqué. Nada tenía que ver el estar locamente enamorado de la completa y ahora tan familiar desconocida. En fin, quién se dignaba en conocer a quién por estos días y, porqué no, por todos los días. Más aún, ¡quién se digna a enamorarse en estos tiempos!
-En ese caso te invito a que sigas arriba de mi colectivo, hasta que llegue mi parada- dijo, magnánima y radiante, salvándolo esta vez ella a él del enriedo que acarrean tan devastadoras y patéticas declaraciones…-pero si volvés a decir chofer te juro que me bajo yo y por la ventana- estalló otra vez en una encandilante carcajada.
Fue así que se siguieron contando de sus vidas -pero sobre todo de la vida de ese intrépido y misterioso conductor-, enredados y superpuestos por largos silencios y desternilles de risas. Palabras e historias profundas, vibrantes y rápidas al decir pero que nunca acababan, como el de la familia del colectivo, quiénes serían sus hijos de chapa, pintura y ruedas, de quien sacarían los faros, a qué edad empezarían a andar por las calles rotozas de la ciudad, que trole-bus o colectiva había sido capaz de robar su motor, a su papá y a ellos, -aunque seguro que es la misma, nadie escapa al complejo de Edipo- a pesar de que poco sabía ella de un complejo de Edipo y él no era Oliveira, y menos le hubiera gustado ser Gregorovius, como para explicarle-; después siguieron la discusión sobre si la misma se había marchado o no, y porqué, y ella, en voz alta, pensó – pero entonces no puede ser la misma colectiva la ladrona de los motores, porque ellos no están enamorados de su abuela-. Maldición, pensó él, para sí, ella tenía toda la razón, la suya y la suya. -Y qué pensará de su empresa…- siguiendo la, fantástica hasta lo absurdo, elucubración; luego discutieron sobre el cansancio o no de ser colectivo y si les caerían bien, o muy mal, estos dos particulares viajeros, así se creían, del común de pasajeros que habitaban intermitentemente en su metálico estómago.
A todo esto se subieron y sentaron otras dos señoras adelante suyo, que se traían toda una novela familiar entre manos y lenguas, por demás largas las últimas, que si él hubiera sido Cortázar habría escrito el episodio.
Sin embargo, esto no sirvió para olvidar que ahora también empezaba, o terminaba, no sé bien, a quedar poco para el arribo a la parada de destino, uno muy cruel, uno muy triste, tan aburrido y vacío cuanto más se arrimaba, tan agobiante de enferma y abúlica normalidad y de una mediocridad estéril que parecía esperarlo inamovible en su habitual descenso al, por así decirlo, mundo real.
Él la miró entonces triste, como extrañando el momento en que estuvo destinado a escuchar el desenlace apasionado de Juan y María, - nombres comunes si los hay- dijo alguno de los dos, relatado por las rubias teñidas, de vestidos de fuertes colores y casi ancianas señoras, ésas de cabellos abultados hacia arriba, formando simpáticos cortes y pliegues capilares –eufemismos comunes si los hay- dijo el otro, bien propios de viejas chusmas con fuertes perfumes de antaño cadavéricos, como correspondiendo al estereotipo.
Ella, por su parte, luego de rebatir con un sarcasmo sutil el –no te preocupes, ya te va a tocar a vos también- con que él la jodía, aunque ya no con una risa ni tan fuerte ni tan estruendosa y sí tan que sonaba a un “¡chau, te me estás yendo che!”, como que ya no quería mirarlo mucho, sobre todo para no enfrentar la soledad que empezaba a habitar en las miradas de su compañero de coche, quedándose más callada a cada metro y con su nueva y distante mirada, que también se contagiaba de ese frío que no era de invierno.
El chofer, su chofer, ese entrañable conductor, ese mágico señor hacedor de caminos de maravilla, pisó insensiblemente los frenos, obligando a detenerse sin miramientos al coloso de fierros de familia abultada. La parada había llegado, como un terremoto que llega y barre todo y destruye sueños y cuentos y vidas con una impiedad e inclemencia que a Nerón le quedarían grandes. Había que parar, para de todo, sabiendo irónicamente que hay cosas que no pueden detenerse. Hay paradas que pueden ser muy injustas.
Tuvieron que detener sus miradas un segundo y mirarse, tuvieron que parar de huir de sus realidades y fantasías y mirarse y enfrentar el adiós, por injusto que sea; en ese segundo, que alcanzó para mirarse, para verse y decirse y soñarse y amarse, en ese segundo, pararon de todo.
Unos metros más adelante las señoras de finos peinados, así se creían ellas, empezaron a hablar de esos locos, no de María y Juan, de ellos ya se habían cansado hace rato, sino de aquellos que no habían hecho más que molestar y reírse, -por no decir joder- dijo la otra, llegando a la sospecha de que hasta por momentos las habían estado escuchando.
–Vos sabés que yo estoy segura que sí. La juventud está decadente y ahora nos venimos a enterar que encima chusmas- y cerró su compañera la conversación con un leve y tosco bramido que intentaba ser un entendido sobre el tema ajhá, como reafirmando los dichos de la otra vieja, mientras los veían ahora volverse a encoger de estómagos y esconderse en gigantes carcajadas, subidos juntos en lo normal de un colectivo, perdidos en una multitud que los cobijaba, como justificando lo injustificable de sus vidas en una también –o tan bien- injustificable existencia, a esos dos extraños pasajeros de colectivo.
-Y habrán seguido vagando y viajando eternamente en ese ómnibus, armando historias sin sentido de esas cotidianas y aburridas gentes, de todos aquellos seres sin nombre, de esos paisajes humanos y decorativos personajes, sin darse cuenta que en realidad estuvieron hablando todo el tiempo de ellos mismos- pensó el último viajero que los acompañaba, que sí era un chusma y al parecer había escuchado y visto todo con extrema atención, y que ahora bajaba como regalándoles cual generoso padrino en noche de bodas el mentado colectivo, ese coche nupcial, ese espacio y ese momento para su amoroso idilio, mientras caminaba asiendo un cigarrillo hacia su casa de tres pisos que odiaba tanto porque lo confinaba a vivir sentado leyendo un libro, o viendo una película alquilada, razón por la cual odiaba sentarse en cualquier otro lugar, sea o no ese lugar un colectivo. Cómo sentarse y detenerse, cómo, si en verdad uno puede estar parado toda la vida; cómo si para parar, se tiene toda la vida.
-Debió ser por eso que prefería no sentarse en los asientos- pensó así finalmente y se levantó despabilándose de ese despojo que eran él y su asiento, intentando agarrarse y no caerse, y de seguro perderse -aunque qué lindo sería perderse- hasta tocarle el timbre a un serio conductor de colectivo, del cual nada sabría sobre su vida, para poder bajar a su parada que, de manera firme y monumental, incólume y terrible, como siempre, lo esperaba, para seguir tranquilamente su camino, prendiendo uno de esos tan ansiados cigarrillos.
Y así parar de pensar un poco, para pensar otras cosas.
5 comentarios:
Me parece que ya tuve la oportunidad de leer estas lineas...
Ahora las encuentro refrescadas, nuevas, revitalizadas... y me he quedado nuevamente prendida de estas palabras... de esta historia que atrapa en lo cotidiano, en lo que sucede a diario, y en la grandeza de quien hace extrañas locuras convirtiendo lo común en exquisiteces de la vida ...
Nuevamente, o si no lo hice antes... Mis felicitaciones Javi!
Realmente es hermoso volver a sumirme en tus creaciones, en tu arte...
No se porque me puso triste...
Maru
me gusta la inrtiga que causa y el dejar librado a la imaginación el encause de cada final en el caso que existan...
me gusta la idea, aunque es algo tormentosa, de alguien que quiere parar de pensar un poco, para pensar otras cosas...
me gusta la cotidianeidad de los diálogos que en el detalle se vuleve interesante...
me gusta el desplasamiento de ideas...
y me gusta el escritor...
M. Luisa
muy bueno amigo....odio el bondi jajaja
Gracias mer por bancar estos intentos siempre.
No sé por qué te puso triste! Gracias por compartirlo...
M. Luisa, qué decirle! Espero poder seguir retribuyéndola...
Agu querido, qué sorpresa! Gracias por comentar y bancarme estas locuras.
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