miércoles, 16 de junio de 2010

SOBRE LA FUENTE DE INSPIRACIÓN Y QUIÉN ESCRIBE

Entre algunas cosas que no entendía y ahora empiezo a vislumbrar, ésta es un bosquejo de ellas.
Porque en tu presencia, o acto, o esencia, hasta en tus tímidas intervenciones y tus más leves rasgos, brota el manantial de inspiración en mis hojas antes despobladas.
¿Es entonces el poeta quien escribe? Entiendo que eso ya ni siquiera es tan seguro. Quién merece más la autoría de esas tan equivocadamente firmadas hojas que la emblemática musa. Es ella quien recorta en el aire y quien dibuja y escribe en el resto de las cosas. Es su contorno el punto estricto que delimita, intransigente, lo que es objetivamente estético, de lo que no; lo sagrado y lo profano enmarca ella, con soltura y entre paréntesis.
Es, como dije, ella la forma, el tetragramatón perfecto, siendo las hojas que se precian por hablar de ellas, su tan austero y pobre, pero encantado, bosquejo.
En su voluntad está la decisión profunda de dejar sin palabras a alguien, o no hacerlo. Tal escena queda a expensas de hacia dónde digne su merced a dar vueltas su fino cuello y hacia que rincón de empuñe su mirada tersa.
Es ella la diferencia radical de donde nace la misma lógica de la significancia. Ella el bosque y éste su lápiz y su apunte.
Al poeta, así, no le pertenecen ni la palabra, ni la inspiración, menos sus intentos vanos de tenerlo por escrito. Porque poesía y sus efectos es la musa. El único poder que detenta el poeta es el sino, quizás inexorable, de servirse como su infiel pero empeñado traductor.
De este modo, hoy soy más hagiógrafo vehemente que escritor desenfadado.

martes, 8 de junio de 2010

LA GLORIA DE LOS TÍMIDOS

De entre todas las letras, he costeado con timidez, es verdad, la decisión nada azarosa de emplear estas para la conformación del título que las antecede.
Esto es debido a que, en este caso, la gloria consigna el laurel que corona la seguro cabizbaja frente de esos héroes que se encuentran en su mayoría más ocultos, del otro lado de la vereda de la bravura, y que entre sus muchas categorías puede pensarse para ellos la de la timidez.
Me refiero entonces a aquellos pequeños triunfadores, con sus triunfos y demás medianas pequeñeces; aquellas victorias tibias y austeras de esas gentes presas de la introversión, quizás también cautivas de una irresistida torpeza, quizás también esclavos del descuido y los cachetes ruborizados, su sien coronando una gota de vergonzoso sudor que más se parece a lágrima esforzada.
Ya estas escuetas líneas y letras me han llevado un ataque de un júbilo desconocido y descomunal, casi exasperante y de seguro incontrolable.
Pues mucho se ha escrito sobre las hazañas heroicas de aquellos héroes gallardos, sean altivos y altaneros, o magnánimos y bien humanos. Demasiado de sabe de un Aquiles iracundo, de su Héctor enfrentado, del ingenio de Ulises y del ímpetu del afamado y glorioso hasta en la muerte Ayax. El encarnado Rama también fue cantado por la India, mientras Sigfrido hacía de las propias por las heladas tierras del norte escandinavo. Y habrán tantos héroes como fantásticas fábulas conocemos.
Es a través de ellos como hemos llegado al conocimiento de la historia; es a través de sus leyendas y mitos que aprendemos y aprendimos lo que es y significa el heroísmo. Hasta a veces nos sorprende un David que resultó tan enano como bravo bajo los ojos de un enfurecido, más luego vencido, Goliat.
Así se podrán encontrar mil historias y viajes, donde tampoco el miedo ha sido dejado de lado, donde el sudor frío también corrió por sus cuerpos al mirar a los ojos a la muerte, o de reojo a Medusa. Hitos que en el tiempo fueron decorados con los pinceles de los artistas y demás personajes encargados de transmitirnos las hazañas y los hechos antiguos de nuestros antepasados, a través de los cuales se fue conformando, con inconsciente y arbitraria mano, la idea que del héroe nos llega. Una de otras y tantas clásicas convenciones humanas.
La cuestión aquí es que esos héroes se sabían signados por una estrella o destino dorado, de épico inicio, desarrollo, desenlace o final, muchas veces de funesto hado. Su gloria fue siempre afín a sus campañas, aunque hayan terminado trágicamente bajo inexorable hado. Y el tema aquí es justamente ese: la gloria afín a las campañas.
¿Qué podía esperar de su destino un esclavo cuya máxima fama hubo sido el ser compañero de banco en la galera que llevaba a Espartaco?
No se hablará más entonces de ese último, y sí de aquellos similares al primeramente nombrado.
Es esta una mención, pues la palabra homenaje suena muy heroica
-no por no merecerla, más bien por no pecar de tendencioso-, a quienes han desempeñado papeles inocuos a la vista expectante de las importantes y fabulosas empresas de los demás. Porque el haber nacido con destino de tímido también puede ser una gloria, un verdadero y muy narrable desafío. Porque el héroe no esperaba menos, pero el vencido por la timidez siempre anheló más.
Quizás suene a conformismo barato y futil para algunos, sobre todo para aquellos quienes sufren o gozan de severas dificultades para esforzar su pensamiento, pero lo que es seguro es que nadie es tan feliz como un tímido laureado por el feliz término de alguna de sus nada intrépidas o valerosas hazañas. El hecho de haberse animado a preguntar la esperada hora al verdulero, de haberle exigido que le devuelva bien el cambio, o de haber finalmente levantado el teléfono, o la voz, o la mano, o también de haber simple e increíblemente invitado a salir a esa soñada chica es lo que hace grandiosos esos fugaces momentos.
Es por ello envidiable, a veces, la cruel vida a la que la valentía le ha dado vuelta su cara, sin dejar ni el atisbo de su sombra, ni siquiera como para levantarse y decir que por fin hoy ha estudiado, que por fin hoy se anima a pasar a relatar con esmero la lección cotidiana.
Entonces uno recién y de súbito se da cuenta de la envidiable suerte a la que se encuentra atenido un vergonzoso patán: así veo la formidable justicia con que se ha armado el rompecabezas de este mundo, este parejo juego, tan arquitectónicamente estructurado en su caótica nebulosidad.
Será luego Hércules quien realice la temeraria docena de pruebas y será él sobre quien se lea y comente y admire; pero será de aquel otro, del tímido, del de escuetas cualidades y ahogadas pasiones, el rubor que se ha mutado claramente en alarmante tomatina, de él la rebosante felicidad, ya sea natural o enlatada y sin importar la fecha de vencimiento de ésta última, ya que nunca esperó tal fortuna como la de acompañar a su ahora dama a algún baile, o el simple y sin vericuetos hecho de tomar el té, cuando no un mate, en su casa. Qué decir de cuando llega a la cama.
El frenesí, la alegría, la excitación se torna incontrolable, su orgullo y satisfacción insoportables, cuando ha podido dar el primer paso, cuando por fin agarra su mano o besa su cuello o se pierde en su boca o se sueña en sus sueños. Y ya ni siquiera la importa la ortografía. Que me quite el dios la pluma si me equivoco al decir que tales sucesos y eventos de naturaleza verdaderamente extraordinarios son dignos de ser contados. Que las Escilas y Caribdis de estos difícilmente procaces sujetos y secuaces, de estos simples seres vulgares y ordinarios que en alguna ocasión, en alguna extraña ocasión, son por lo menos enfrentadas, es menester de tanta o más admiración, gloria y aplauso que el héroe dispuesto a salvar algunos mundos, o dar muertes a atroces monstruos, o rescatar algunas acaloradas princesas para acrecentar su innecesaria fama.

Así termina esta vindicación a la vibrante timidez, que injustamente se ha, o ha sido, degradada por el claro y evidente hecho de que, por tímidos
-naturalmente-, no han podido pararse y llevar en alto y altivos su bandera; a lo sumo ahora, ayudados por alguna propaganda sagaz que encontró esa tímida pero gigante demanda de mercado que son los, de corazón, tímidos. Pero cuando un tímido se levantó y lo hizo, solo... sólo este vate y con fervor se lo canta emocionado.

Así que a no quejarse, porque la timidez heroica y romántica también tiene ése, su sutil e intrépido encanto.