Entre algunas cosas que no entendía y ahora empiezo a vislumbrar, ésta es un bosquejo de ellas.
Porque en tu presencia, o acto, o esencia, hasta en tus tímidas intervenciones y tus más leves rasgos, brota el manantial de inspiración en mis hojas antes despobladas.
¿Es entonces el poeta quien escribe? Entiendo que eso ya ni siquiera es tan seguro. Quién merece más la autoría de esas tan equivocadamente firmadas hojas que la emblemática musa. Es ella quien recorta en el aire y quien dibuja y escribe en el resto de las cosas. Es su contorno el punto estricto que delimita, intransigente, lo que es objetivamente estético, de lo que no; lo sagrado y lo profano enmarca ella, con soltura y entre paréntesis.
Es, como dije, ella la forma, el tetragramatón perfecto, siendo las hojas que se precian por hablar de ellas, su tan austero y pobre, pero encantado, bosquejo.
En su voluntad está la decisión profunda de dejar sin palabras a alguien, o no hacerlo. Tal escena queda a expensas de hacia dónde digne su merced a dar vueltas su fino cuello y hacia que rincón de empuñe su mirada tersa.
Es ella la diferencia radical de donde nace la misma lógica de la significancia. Ella el bosque y éste su lápiz y su apunte.
Al poeta, así, no le pertenecen ni la palabra, ni la inspiración, menos sus intentos vanos de tenerlo por escrito. Porque poesía y sus efectos es la musa. El único poder que detenta el poeta es el sino, quizás inexorable, de servirse como su infiel pero empeñado traductor.
De este modo, hoy soy más hagiógrafo vehemente que escritor desenfadado.
miércoles, 16 de junio de 2010
martes, 8 de junio de 2010
LA GLORIA DE LOS TÍMIDOS
De entre todas las letras, he costeado con timidez, es verdad, la decisión nada azarosa de emplear estas para la conformación del título que las antecede.
Esto es debido a que, en este caso, la gloria consigna el laurel que corona la seguro cabizbaja frente de esos héroes que se encuentran en su mayoría más ocultos, del otro lado de la vereda de la bravura, y que entre sus muchas categorías puede pensarse para ellos la de la timidez.
Me refiero entonces a aquellos pequeños triunfadores, con sus triunfos y demás medianas pequeñeces; aquellas victorias tibias y austeras de esas gentes presas de la introversión, quizás también cautivas de una irresistida torpeza, quizás también esclavos del descuido y los cachetes ruborizados, su sien coronando una gota de vergonzoso sudor que más se parece a lágrima esforzada.
Ya estas escuetas líneas y letras me han llevado un ataque de un júbilo desconocido y descomunal, casi exasperante y de seguro incontrolable.
Pues mucho se ha escrito sobre las hazañas heroicas de aquellos héroes gallardos, sean altivos y altaneros, o magnánimos y bien humanos. Demasiado de sabe de un Aquiles iracundo, de su Héctor enfrentado, del ingenio de Ulises y del ímpetu del afamado y glorioso hasta en la muerte Ayax. El encarnado Rama también fue cantado por la India, mientras Sigfrido hacía de las propias por las heladas tierras del norte escandinavo. Y habrán tantos héroes como fantásticas fábulas conocemos.
Es a través de ellos como hemos llegado al conocimiento de la historia; es a través de sus leyendas y mitos que aprendemos y aprendimos lo que es y significa el heroísmo. Hasta a veces nos sorprende un David que resultó tan enano como bravo bajo los ojos de un enfurecido, más luego vencido, Goliat.
Así se podrán encontrar mil historias y viajes, donde tampoco el miedo ha sido dejado de lado, donde el sudor frío también corrió por sus cuerpos al mirar a los ojos a la muerte, o de reojo a Medusa. Hitos que en el tiempo fueron decorados con los pinceles de los artistas y demás personajes encargados de transmitirnos las hazañas y los hechos antiguos de nuestros antepasados, a través de los cuales se fue conformando, con inconsciente y arbitraria mano, la idea que del héroe nos llega. Una de otras y tantas clásicas convenciones humanas.
La cuestión aquí es que esos héroes se sabían signados por una estrella o destino dorado, de épico inicio, desarrollo, desenlace o final, muchas veces de funesto hado. Su gloria fue siempre afín a sus campañas, aunque hayan terminado trágicamente bajo inexorable hado. Y el tema aquí es justamente ese: la gloria afín a las campañas.
¿Qué podía esperar de su destino un esclavo cuya máxima fama hubo sido el ser compañero de banco en la galera que llevaba a Espartaco?
No se hablará más entonces de ese último, y sí de aquellos similares al primeramente nombrado.
Es esta una mención, pues la palabra homenaje suena muy heroica
-no por no merecerla, más bien por no pecar de tendencioso-, a quienes han desempeñado papeles inocuos a la vista expectante de las importantes y fabulosas empresas de los demás. Porque el haber nacido con destino de tímido también puede ser una gloria, un verdadero y muy narrable desafío. Porque el héroe no esperaba menos, pero el vencido por la timidez siempre anheló más.
Quizás suene a conformismo barato y futil para algunos, sobre todo para aquellos quienes sufren o gozan de severas dificultades para esforzar su pensamiento, pero lo que es seguro es que nadie es tan feliz como un tímido laureado por el feliz término de alguna de sus nada intrépidas o valerosas hazañas. El hecho de haberse animado a preguntar la esperada hora al verdulero, de haberle exigido que le devuelva bien el cambio, o de haber finalmente levantado el teléfono, o la voz, o la mano, o también de haber simple e increíblemente invitado a salir a esa soñada chica es lo que hace grandiosos esos fugaces momentos.
Es por ello envidiable, a veces, la cruel vida a la que la valentía le ha dado vuelta su cara, sin dejar ni el atisbo de su sombra, ni siquiera como para levantarse y decir que por fin hoy ha estudiado, que por fin hoy se anima a pasar a relatar con esmero la lección cotidiana.
Entonces uno recién y de súbito se da cuenta de la envidiable suerte a la que se encuentra atenido un vergonzoso patán: así veo la formidable justicia con que se ha armado el rompecabezas de este mundo, este parejo juego, tan arquitectónicamente estructurado en su caótica nebulosidad.
Será luego Hércules quien realice la temeraria docena de pruebas y será él sobre quien se lea y comente y admire; pero será de aquel otro, del tímido, del de escuetas cualidades y ahogadas pasiones, el rubor que se ha mutado claramente en alarmante tomatina, de él la rebosante felicidad, ya sea natural o enlatada y sin importar la fecha de vencimiento de ésta última, ya que nunca esperó tal fortuna como la de acompañar a su ahora dama a algún baile, o el simple y sin vericuetos hecho de tomar el té, cuando no un mate, en su casa. Qué decir de cuando llega a la cama.
El frenesí, la alegría, la excitación se torna incontrolable, su orgullo y satisfacción insoportables, cuando ha podido dar el primer paso, cuando por fin agarra su mano o besa su cuello o se pierde en su boca o se sueña en sus sueños. Y ya ni siquiera la importa la ortografía. Que me quite el dios la pluma si me equivoco al decir que tales sucesos y eventos de naturaleza verdaderamente extraordinarios son dignos de ser contados. Que las Escilas y Caribdis de estos difícilmente procaces sujetos y secuaces, de estos simples seres vulgares y ordinarios que en alguna ocasión, en alguna extraña ocasión, son por lo menos enfrentadas, es menester de tanta o más admiración, gloria y aplauso que el héroe dispuesto a salvar algunos mundos, o dar muertes a atroces monstruos, o rescatar algunas acaloradas princesas para acrecentar su innecesaria fama.
Así termina esta vindicación a la vibrante timidez, que injustamente se ha, o ha sido, degradada por el claro y evidente hecho de que, por tímidos
-naturalmente-, no han podido pararse y llevar en alto y altivos su bandera; a lo sumo ahora, ayudados por alguna propaganda sagaz que encontró esa tímida pero gigante demanda de mercado que son los, de corazón, tímidos. Pero cuando un tímido se levantó y lo hizo, solo... sólo este vate y con fervor se lo canta emocionado.
Así que a no quejarse, porque la timidez heroica y romántica también tiene ése, su sutil e intrépido encanto.
Esto es debido a que, en este caso, la gloria consigna el laurel que corona la seguro cabizbaja frente de esos héroes que se encuentran en su mayoría más ocultos, del otro lado de la vereda de la bravura, y que entre sus muchas categorías puede pensarse para ellos la de la timidez.
Me refiero entonces a aquellos pequeños triunfadores, con sus triunfos y demás medianas pequeñeces; aquellas victorias tibias y austeras de esas gentes presas de la introversión, quizás también cautivas de una irresistida torpeza, quizás también esclavos del descuido y los cachetes ruborizados, su sien coronando una gota de vergonzoso sudor que más se parece a lágrima esforzada.
Ya estas escuetas líneas y letras me han llevado un ataque de un júbilo desconocido y descomunal, casi exasperante y de seguro incontrolable.
Pues mucho se ha escrito sobre las hazañas heroicas de aquellos héroes gallardos, sean altivos y altaneros, o magnánimos y bien humanos. Demasiado de sabe de un Aquiles iracundo, de su Héctor enfrentado, del ingenio de Ulises y del ímpetu del afamado y glorioso hasta en la muerte Ayax. El encarnado Rama también fue cantado por la India, mientras Sigfrido hacía de las propias por las heladas tierras del norte escandinavo. Y habrán tantos héroes como fantásticas fábulas conocemos.
Es a través de ellos como hemos llegado al conocimiento de la historia; es a través de sus leyendas y mitos que aprendemos y aprendimos lo que es y significa el heroísmo. Hasta a veces nos sorprende un David que resultó tan enano como bravo bajo los ojos de un enfurecido, más luego vencido, Goliat.
Así se podrán encontrar mil historias y viajes, donde tampoco el miedo ha sido dejado de lado, donde el sudor frío también corrió por sus cuerpos al mirar a los ojos a la muerte, o de reojo a Medusa. Hitos que en el tiempo fueron decorados con los pinceles de los artistas y demás personajes encargados de transmitirnos las hazañas y los hechos antiguos de nuestros antepasados, a través de los cuales se fue conformando, con inconsciente y arbitraria mano, la idea que del héroe nos llega. Una de otras y tantas clásicas convenciones humanas.
La cuestión aquí es que esos héroes se sabían signados por una estrella o destino dorado, de épico inicio, desarrollo, desenlace o final, muchas veces de funesto hado. Su gloria fue siempre afín a sus campañas, aunque hayan terminado trágicamente bajo inexorable hado. Y el tema aquí es justamente ese: la gloria afín a las campañas.
¿Qué podía esperar de su destino un esclavo cuya máxima fama hubo sido el ser compañero de banco en la galera que llevaba a Espartaco?
No se hablará más entonces de ese último, y sí de aquellos similares al primeramente nombrado.
Es esta una mención, pues la palabra homenaje suena muy heroica
-no por no merecerla, más bien por no pecar de tendencioso-, a quienes han desempeñado papeles inocuos a la vista expectante de las importantes y fabulosas empresas de los demás. Porque el haber nacido con destino de tímido también puede ser una gloria, un verdadero y muy narrable desafío. Porque el héroe no esperaba menos, pero el vencido por la timidez siempre anheló más.
Quizás suene a conformismo barato y futil para algunos, sobre todo para aquellos quienes sufren o gozan de severas dificultades para esforzar su pensamiento, pero lo que es seguro es que nadie es tan feliz como un tímido laureado por el feliz término de alguna de sus nada intrépidas o valerosas hazañas. El hecho de haberse animado a preguntar la esperada hora al verdulero, de haberle exigido que le devuelva bien el cambio, o de haber finalmente levantado el teléfono, o la voz, o la mano, o también de haber simple e increíblemente invitado a salir a esa soñada chica es lo que hace grandiosos esos fugaces momentos.
Es por ello envidiable, a veces, la cruel vida a la que la valentía le ha dado vuelta su cara, sin dejar ni el atisbo de su sombra, ni siquiera como para levantarse y decir que por fin hoy ha estudiado, que por fin hoy se anima a pasar a relatar con esmero la lección cotidiana.
Entonces uno recién y de súbito se da cuenta de la envidiable suerte a la que se encuentra atenido un vergonzoso patán: así veo la formidable justicia con que se ha armado el rompecabezas de este mundo, este parejo juego, tan arquitectónicamente estructurado en su caótica nebulosidad.
Será luego Hércules quien realice la temeraria docena de pruebas y será él sobre quien se lea y comente y admire; pero será de aquel otro, del tímido, del de escuetas cualidades y ahogadas pasiones, el rubor que se ha mutado claramente en alarmante tomatina, de él la rebosante felicidad, ya sea natural o enlatada y sin importar la fecha de vencimiento de ésta última, ya que nunca esperó tal fortuna como la de acompañar a su ahora dama a algún baile, o el simple y sin vericuetos hecho de tomar el té, cuando no un mate, en su casa. Qué decir de cuando llega a la cama.
El frenesí, la alegría, la excitación se torna incontrolable, su orgullo y satisfacción insoportables, cuando ha podido dar el primer paso, cuando por fin agarra su mano o besa su cuello o se pierde en su boca o se sueña en sus sueños. Y ya ni siquiera la importa la ortografía. Que me quite el dios la pluma si me equivoco al decir que tales sucesos y eventos de naturaleza verdaderamente extraordinarios son dignos de ser contados. Que las Escilas y Caribdis de estos difícilmente procaces sujetos y secuaces, de estos simples seres vulgares y ordinarios que en alguna ocasión, en alguna extraña ocasión, son por lo menos enfrentadas, es menester de tanta o más admiración, gloria y aplauso que el héroe dispuesto a salvar algunos mundos, o dar muertes a atroces monstruos, o rescatar algunas acaloradas princesas para acrecentar su innecesaria fama.
Así termina esta vindicación a la vibrante timidez, que injustamente se ha, o ha sido, degradada por el claro y evidente hecho de que, por tímidos
-naturalmente-, no han podido pararse y llevar en alto y altivos su bandera; a lo sumo ahora, ayudados por alguna propaganda sagaz que encontró esa tímida pero gigante demanda de mercado que son los, de corazón, tímidos. Pero cuando un tímido se levantó y lo hizo, solo... sólo este vate y con fervor se lo canta emocionado.
Así que a no quejarse, porque la timidez heroica y romántica también tiene ése, su sutil e intrépido encanto.
lunes, 1 de febrero de 2010
BAILÁS MAL
Bailás mal. Esa es la razón fundante por la que me gustás tanto. O, bueno, no bailás mal pero sí gracioso.
Para ser totalmente sincero, algo que no se ve por estos días – y no sé si por estas páginas – muy seguido, no bailás bien.
Tu deslizar de costado a costado, con brazos extendidos y abiertos, dirigidos por tus manos, acorde, algo desafinado, al movimiento zigzagueante y pendular de tu cuerpo, ha logrado que me vea perdidamente loco de amor por vos y tu silueta de magnífica dama.
Nada tiene que ver el matiz angelical de tus ojos ni la intensidad profunda y marina de tu mirada, nada la nariz perfecta en tu perfil dibujado en el aire con el más capaz y dúctil de los que hacen llamarse pinceles, cuando no palabras.
Menos el arqueo provocador y místico de tu sonrisa preciosa enmarcada en el exquisito rojo fresa de tus silvestres labios. Sólo influye a mi fría y recia susceptibilidad la grandeza boreal de tus risas dulces, cuando acompañan y burlan el suave movimiento de izquierda a derecha-derecha izquierda de tu principesco y fémino esqueleto en trance por alguna risueña melodía bolichesca.
Tu cuerpo entero, tu cuerpo eterno, tus miembros encerrando el capcioso enigma de la beatitud y belleza humanas, no tienen vínculo, relación alguna con mi obnubilación de sujeto atónito y deslumbrado ante los mágicos pliegues de tu natural danza, que en cualquier otra quedarían tan infames, soberanamente desubicadas.
Menos aún el destello de tus infinitas curvas majestuosamente ornamentales ante el diáfano espectro de sol vespertino y el oscurecer de la plateada luna y sus estelas hermanas. Nada influyen a mi parecer tus manos de terrible doncella, tus dedos, largas uñas, nada tus finos brazos de altísima alcurnia, en los que tan bien me quedaría yo abrazado y por horas bailando.
Para que hablar de tu voz de miel, néctar irresistible en cualquier celestial y olímpico banquete, que deleitaría a cualquier cantor o poeta, que envidiaría cualquier otro tibio bardo o enclenque y seguro beodo rapsoda, pues siempre de vos embriagado.
Son sólo tus endemoniados y extravagantes pasos, destrozando cualquier pista decente de baile, y nada la excelente gracia de tu modesto andar, que gobierna el negro galopante y genial de tus cabellos consonantes.
Así, mujer afrodisíacamente hermosa, no te agrandes: apenas me conmueve desde la más nimia y angosta hebra de mi fecundo pelo hasta el hueco vacío de mi estómago con hambre, apenas me pasmo en fantástico delirium tremens desde la profundidad de mi sien hasta el lugar más lejano de mi ser, desde la altura de mis ojos hasta el dedo gordo del pie de mi alma, por la gloria de tu baile, y nunca por tu orgullosa ternura y magnanimidad de maravillosa reina de mi natural condición humana, que esta noche baila, en honor y homenaje a tu encanto de bonita bailarina, con las entrañables palabras.
Para ser totalmente sincero, algo que no se ve por estos días – y no sé si por estas páginas – muy seguido, no bailás bien.
Tu deslizar de costado a costado, con brazos extendidos y abiertos, dirigidos por tus manos, acorde, algo desafinado, al movimiento zigzagueante y pendular de tu cuerpo, ha logrado que me vea perdidamente loco de amor por vos y tu silueta de magnífica dama.
Nada tiene que ver el matiz angelical de tus ojos ni la intensidad profunda y marina de tu mirada, nada la nariz perfecta en tu perfil dibujado en el aire con el más capaz y dúctil de los que hacen llamarse pinceles, cuando no palabras.
Menos el arqueo provocador y místico de tu sonrisa preciosa enmarcada en el exquisito rojo fresa de tus silvestres labios. Sólo influye a mi fría y recia susceptibilidad la grandeza boreal de tus risas dulces, cuando acompañan y burlan el suave movimiento de izquierda a derecha-derecha izquierda de tu principesco y fémino esqueleto en trance por alguna risueña melodía bolichesca.
Tu cuerpo entero, tu cuerpo eterno, tus miembros encerrando el capcioso enigma de la beatitud y belleza humanas, no tienen vínculo, relación alguna con mi obnubilación de sujeto atónito y deslumbrado ante los mágicos pliegues de tu natural danza, que en cualquier otra quedarían tan infames, soberanamente desubicadas.
Menos aún el destello de tus infinitas curvas majestuosamente ornamentales ante el diáfano espectro de sol vespertino y el oscurecer de la plateada luna y sus estelas hermanas. Nada influyen a mi parecer tus manos de terrible doncella, tus dedos, largas uñas, nada tus finos brazos de altísima alcurnia, en los que tan bien me quedaría yo abrazado y por horas bailando.
Para que hablar de tu voz de miel, néctar irresistible en cualquier celestial y olímpico banquete, que deleitaría a cualquier cantor o poeta, que envidiaría cualquier otro tibio bardo o enclenque y seguro beodo rapsoda, pues siempre de vos embriagado.
Son sólo tus endemoniados y extravagantes pasos, destrozando cualquier pista decente de baile, y nada la excelente gracia de tu modesto andar, que gobierna el negro galopante y genial de tus cabellos consonantes.
Así, mujer afrodisíacamente hermosa, no te agrandes: apenas me conmueve desde la más nimia y angosta hebra de mi fecundo pelo hasta el hueco vacío de mi estómago con hambre, apenas me pasmo en fantástico delirium tremens desde la profundidad de mi sien hasta el lugar más lejano de mi ser, desde la altura de mis ojos hasta el dedo gordo del pie de mi alma, por la gloria de tu baile, y nunca por tu orgullosa ternura y magnanimidad de maravillosa reina de mi natural condición humana, que esta noche baila, en honor y homenaje a tu encanto de bonita bailarina, con las entrañables palabras.
martes, 26 de enero de 2010
Reveses de un chico golpeado
Mayor prueba de amor
Que el resistir
Tu exquisita indiferencia
Y el esquivo de mis besos ya frustrados,
Pero no por ello menos prestos
A la misma heroica empresa;
Que mi seguir parado a tu lado,
Firme e impávido,
Sin importar cachetada alguna
Y, mucho menos,
El calibre de ellas;
Que el aguantar estoicamente
Tus fulminantes ironías
Y engualichadoras miradas
Y esperar siempre el contraataque,
Ciego, testarudo y romántico;
Mayor prueba de amor, y locura,
No existe,
Y espero no encontrarás,
Por estos terrenales pagos.
No estoy más lejos que el versado poeta
Ni el galante Adonis,
Con mis nada elegantes formas
Y quizá descabellados modos.
Por eso,
Por mi vulgar insistencia
Por mi torpe cortesía,
Mis sinceras ganas y genuino amor,
No te queda otra, mujer,
Que amarme,
Por mi espantoso decoro,
Por mi impuntual presencia,
Por mi bruta poesía.
Que el resistir
Tu exquisita indiferencia
Y el esquivo de mis besos ya frustrados,
Pero no por ello menos prestos
A la misma heroica empresa;
Que mi seguir parado a tu lado,
Firme e impávido,
Sin importar cachetada alguna
Y, mucho menos,
El calibre de ellas;
Que el aguantar estoicamente
Tus fulminantes ironías
Y engualichadoras miradas
Y esperar siempre el contraataque,
Ciego, testarudo y romántico;
Mayor prueba de amor, y locura,
No existe,
Y espero no encontrarás,
Por estos terrenales pagos.
No estoy más lejos que el versado poeta
Ni el galante Adonis,
Con mis nada elegantes formas
Y quizá descabellados modos.
Por eso,
Por mi vulgar insistencia
Por mi torpe cortesía,
Mis sinceras ganas y genuino amor,
No te queda otra, mujer,
Que amarme,
Por mi espantoso decoro,
Por mi impuntual presencia,
Por mi bruta poesía.
sábado, 23 de enero de 2010
LA LUCHA
Hoy fui más allá.
Hoy trascendí mis circunscriptas fronteras, ;
hoy he sabido domeñar al fuego y vencido al hierro con la fuerza y tenacidad de mis disciplinadas manos;
hoy superé los escollos que presentaba, férrea, mi derrotada víctima;
hoy he podido superar los finitos límites de mi humanidad;
hoy he logrado amansar a mi tenue voluntad;
hoy, sobre todo, me he vencido a mí mismo, implacable;
hoy he luchado y vengo aquí, orgulloso, pacífico, radiante, a contarlo:
hoy, finalmente, hice arroz.
Hoy trascendí mis circunscriptas fronteras, ;
hoy he sabido domeñar al fuego y vencido al hierro con la fuerza y tenacidad de mis disciplinadas manos;
hoy superé los escollos que presentaba, férrea, mi derrotada víctima;
hoy he podido superar los finitos límites de mi humanidad;
hoy he logrado amansar a mi tenue voluntad;
hoy, sobre todo, me he vencido a mí mismo, implacable;
hoy he luchado y vengo aquí, orgulloso, pacífico, radiante, a contarlo:
hoy, finalmente, hice arroz.
martes, 19 de enero de 2010
OTRO UNIVERSO PARALELO
Y lo que propongo es el desconocimiento mutuo: que no tengamos y no sean -nuestros nombres-; que las historias de vida y sus biografías no existan; que sólo estemos vos y yo, y luego ni siquiera eso: nos vamos desconociendo y, repentinamente, no sabemos nada el uno del otro, ni el otro del uno, y sólo estamos ahí, sin preguntarnos ni respondernos nada, sin razones ni justificativos, sin motivos, sin lo falaz del argumento, sin sentidos, sin artículos, pronombres ni adjetivos. Y no entenderemos ya quiénes somos, ni qué hacemos ahí, ahora tan cerca; pero eso tampoco importa, ni los efectos, ni las consecuencias, ni los pecados, ni los perdones, ni sus cosechas, ni sus siembras.
Y ahora ya somos a lo sumo unos ojos, cuatro; y después hasta menos, unas miradas, dos, que se acercan.
Se miran.
Y ahora ya no importa ni la mirada, ni nada. Ni siquiera importa el beso.
Hemos muerto, pero tampoco eso lo sabemos.
Y al resucitar, o cuando despertemos, en ese amanecer, que será un amanecer de camas separadas, distantes y, con fortuna, olvidadas, cuando cada uno sea de vuelta, con sus lugares, sus tiempos y sus cuentos, sólo nos va a quedar, sólo nos queda, un atisbo, un atisbo de sabor lejano, misterioso, falaz, quizás del que nada, o poco, sabemos, a lo sumo intuimos o levantamos en una mera y tenue sospecha, o las necesarias como para no descubrir los crímenes, o los consumados hechos; pero eso tampoco importa, lo desconocemos...
No te propongo entonces olvidarnos de todo, pero sí distraernos, hacernos los boludos por un instante que, por ignorante, no sepa de tiempos.
Y ahora ya somos a lo sumo unos ojos, cuatro; y después hasta menos, unas miradas, dos, que se acercan.
Se miran.
Y ahora ya no importa ni la mirada, ni nada. Ni siquiera importa el beso.
Hemos muerto, pero tampoco eso lo sabemos.
Y al resucitar, o cuando despertemos, en ese amanecer, que será un amanecer de camas separadas, distantes y, con fortuna, olvidadas, cuando cada uno sea de vuelta, con sus lugares, sus tiempos y sus cuentos, sólo nos va a quedar, sólo nos queda, un atisbo, un atisbo de sabor lejano, misterioso, falaz, quizás del que nada, o poco, sabemos, a lo sumo intuimos o levantamos en una mera y tenue sospecha, o las necesarias como para no descubrir los crímenes, o los consumados hechos; pero eso tampoco importa, lo desconocemos...
No te propongo entonces olvidarnos de todo, pero sí distraernos, hacernos los boludos por un instante que, por ignorante, no sepa de tiempos.
viernes, 15 de enero de 2010
HISTORIA DE UN PENSAMIENTO EN UN AUTO
Iba en su auto, más preocupado en sus pensamientos que en su andar, como en tantos otros pasajes y caminos (en su auto, cargado desde el motor hasta la extensión de su baúl con algunas de las que llamaba sus ideas, entre interesantes e inservibles). Entre estas, sus, no sé si muchas o, mejor dicho, no sé si tantas elucubraciones (una de ellas, el verdadero significado de la misma palabra elucubrar), la más constante era la de, extraña coincidencia verán, uno de sus amores juveniles.
Recordaba esos flamantes ojos, envueltos en un simétrico hasta la hermosura rostro, adornado por su siempre monumental figura.
Pensaba en esos novelescos enredos que habían terminado más cerca de una tragedia, en su irresoluta relación con ella; irresoluta porque esos recordados, y tan llenos de miradas, ojos, nunca habíanse fijado verdaderamente en él, dirigidos por ese entonces, a sus propios enredos y travesuras entre puberales y amorosas, más amorosas que puberales.
Cruza una calle oscura que no desentonaba con el resto del paisaje, jugando enamorado con la ambigua luna, recordando viejas historias mientras ideaba quizás otras nuevas.
Y como en la luna, pensaba ahora, luego de haber cruzado toda la calle en su extensión, en este amor, no sé si el más intenso, el más real o el más largo, pero definitivamente, en alguna de sus más escabrosas acepciones y formas, al fin, amor. La cuestión es que, en ese momento y bajo esas pocas estrellas refugiadas y vigiladas por la cruda oscuridad, y sin hacer caso a algunas enseñanzas de algún profesor de alguna especie de filosofía, se regocijaba perversamente, en el buen sentido, si lo hay, de perverso, en ése, esa noche, su amor, el amor de su vida.
Y si a algún curioso todavía le interesan las palabras de su maestro (por lo pronto, al escritor le interesa dejarlas entrever) eran, entre otras muchas, que ese amor adolescente ya se había ido; ya, sus alumnos, entre ellos el conductor del gobernado auto, debían crecer, y tener una visión más objetiva, real, concreta del complejo mundo actual. Visión que no se alejaba de su amistad con esa fría noche de martes.
Pero él, en ese momento, esa noche, se había permitido un bocado de fantasía. Y pensaba. ¿Porqué no habría en ese actual mundo, en su mundo, en su aburrida de a ratos, ciudad, una suerte de Delfos, una suerte de Apolo, Sibila, Calcas o Casandra? Idea mucho más interesante que el mero horóscopo de alguna marketinera revista, que la globalizada galletita de la fortuna o alguna errada en sus presagios y eliminada participante de “Gran Hermano”. Y aquellas, sus ideas, nunca desprovistas de deseo, deseaban entonces, si corresponde usar el término desear, un oráculo más certero. Deseaba un dios pagano, griego o hindú, pero, sobre todo, funesto y arbitrario, contra quien descargar la ira que, de a ratos, sentía por su aburrido destino.
Lo que no sabía es que la certeza es todavía más mezquina, fría y objetiva que la, muchas veces bondadosa, ignorancia.
Lo que no sabía es que persiguiendo a sus pensamientos, sin la necesidad de dios pagano alguno, un extraño destino lo avizoraba, ignorándolo él, gracias en principio a la ya bien conocida bondad de lo inconsciente.
Resultó, a modo de problema matemático, que en la próxima esquina lo esperaban las “moiras” de la región, en medio de una amena, y de seguro más que interesante, charla con el secuaz de Aqueronte, surgiendo entre x e y, que fácilmente podrían ser nuestros personajes - y algún que otro paréntesis-, una, espero legible, ecuación, carente segura de cualquier aritmética lógica.
Sumido en sus pensamientos, pie izquierdo jugando a su vez un histérico juego con el freno y el embrague, y pie derecho fiel a su amorío con el acelerador, y las manos entre volante y cambios, nunca pudieron prever y nunca podrían haberlo hecho, quién sabe que dios o señor del destino manejaba ese volante de hace ratos, que el amor de su vida, esa noche, se encontraría con él y los otros, expectantes; (en síntesis) todos se encontrarían en la misma situación, sin saber, tan sólo quizá en algún mero pálpito, que se iban a encontrar. Una esquina y un segundo los reunirían.
Clavó los frenos. Ella miró como obnubilada. Ellos empezaron su banquete.
Lo que él tampoco sabía es que ella sí había ido a su propio Delfos, quien la había signado con algunas heladas palabras tales como amor, vida y un curioso, místico y enredado destino, que entendería a su momento, quizás alguna fatalidad; en fin, todas esas cosas que acostumbran decir y nos acostumbramos a oír de los oráculos y, por qué no, también de las gitanas.
Él maldijo. Ella no tuvo tiempo. Ellos agradecieron no haber jubilado su trabajo.
Él salió más rápido del auto que de sus pensamientos y la vio. Ahora sí no entendía ese montón de cosas que hace unos instantes, o en toda su vida, no había creído entender. Lo que si pensó, pero tampoco sabía, era la certeza de la particular muerte ocasionada a su amada, esa noche. Él. A ella.
Lo que se sigue, ustedes mis lectores, si son algo más que parte de este cuento, y existen, verán de discernir su continuación como fantasía o realidad, paradójica ironía. Verán si los comensales festejaron o decidieron esperar. Para los primeros aquí termina la historia; para los esperantes, espero satisfacerlos con unas líneas más.
Unas fugaces lágrimas, como líneas, recorrieron el camino a su muerte, o hacia la unión en el piso con otras fugadas gotas carmesí.
Él la abrazó y alzó, como siempre hubiera querido. Como nunca hubo querido.
Entró en su auto camino al hospital, que se encontraba, extraña fortuna, a tan sólo unas cuantas, ahora mucho más oscuras, cuadras. A su lado estaba la idea de su amor y una mujer inerte al lado de ésta última.
El tiempo para el relato, o la vida, es una cuestión que amerita otras obras y las que ya hay seguro son más completas, acabadas y sinceras que lo que podrían ser las mías.
Así diremos entonces que, y ahora vemos que para mi birome es imprescindible alguna noción de tiempo, luego de muchos confusos pensamientos entremezclados con emociones de todo tipo, color y forma, principalmente, aquellos de tinte más opaco y taciturno, llegada la pareja al hospital, apareció, otra vez extraña suerte, un doctor.
Y es extraño ahora como dos personas que apenas conocemos, o no conocemos nada, en absoluto, pueden ser investidos de tantos, por demás locos, no sé si insanos, sentimientos y afectos. Esta es la anamnesis guardada para él, es decir, del despistado y soñador conductor. Ahora faltaba esperar la del doctor. Y más raro caso, esperando no pecar de ingenuo, o sí, es el de éste último. Este artista de la salud, sin ninguna significación para el amante hasta ese entonces, se convirtió de un golpe en una especie de salvífico redentor (y perdón, si se quiere, por tal blasfemia, pero así él lo pensó sin poder evitarse), de una especie de mago, único, amado, médico de almas, que se convirtió en todo eso con tan sólo alguna esbozada sonrisa y dos cortas palabras, que en sí nada de mágico tienen, o sí.
Y dijo:-puede pasar…-.
Entró nervioso. Ella esperaba nerviosa. Ellos también.
Él no podía creerlo. Ella no recordaba siquiera lo que significaba el término creer. Ellos si lo recordaban y también podían creerlo.
Y la suerte, fortuna, probabilidad, chance, azar, dios, Dios, diosa o fría (y hasta ahora, para él, para algunos, más que sublime) realidad, otra vez, fiel a lo que creo su esencia, había sorprendido a todos una vez más. A él, a ella, a ellos, y al mismo narrador. Sin romper con mito alguno, sin arruinar la fantasía del muchacho, sin quebrar el inefable oráculo de alguna traviesa galleta o eminente númen, sin reprimir el deseo, sin jubilar al médico ni a los incansables y eternos jornaleros infernales, y evitando dejar sin tinta ni papel el sueño de alguna suerte de escritor, la historia gobernada por la suerte volvió a jugar, ustedes dirán si dramática o no, yo diré que ni buena ni mala, ni justa o injusta. Simplemente, suerte.
-¿Qué pasó?-.
-¡No sé que pasó! Perdón. No sé cómo ni de donde apareciste… y te atropellé. Perdón…
-Pero… ¿te conozco?-.
-Mmm…No...Bueno, sí. Y justamente estaba pensando en vos… no sé si vas a entender…
(Algunas lenguas refieren que entre el diálogo antecedente y el subsiguiente, pudo haber habido tiempo)
-Creo que sí…- y con la cara toda sonrosada respondió:- ahora yo no sé si me vas a creer o no, pero lo único que apenas recuerdo es que algo o alguien me dijo que me iba a salvar la vida el amor de la mía…curioso destino, ¿no? jaja…- y luego de un silencio:- ¿Sos el amor de mi vida?-
Y él, loco, delirante, ignorante como nunca, sonrojado, nebuloso, a punto de caer, de darle un descanso a su cabeza, a su razón, y en un tono lo menos claro posible y lo más entre agudo y grave posible, respondió:-no…no sé… pero de seguro (aunque no lo pensaba o creía tan seguro) el de mi rara vida, y esta noche sobre todo, vos, lamentablemente (en un esbozo lo menos parecido a lo que en realidad es una risa) sí lo sos.-
Y ella, grandiosa y radiante como nunca, empezó, alegre, a reír. Nada pudo haberla hecho más reina.
_ ¡Sos un nabo! ¡Estoy hecha mierda, no recuerdo nada, y vos, la única persona presente y que aparenta conocerme, te pones romántico! ¡Porque no me acuerdo como hice para conseguir a este loco lindo! Jajaja. Ahora, aunque siga sin entender nada, ¿no te dijo el médico en cuanto tiempo nos vamos a poder ir? ¿Y qué hacía yo caminando en una calle oscura y vos atropellándome?-, dijo sin poder quitarse su buen humor. Buen humor sin sentido, rayando la locura, pero buen humor al fin. -¿Vamos a casa, dale? Necesito descansar.-
Y ahora sí, él no entendía nada de nada. Estaba totalmente perdido. ¡¡Su amada no recordaba que en realidad no lo amaba!!
Y, con su mente hasta ese momento nula de tanto trajín y embotellamiento (de ideas y raras sensaciones), volvió a pensar.
Su amada no recordaba que no lo amaba.
Su amada no recordaba que no lo amaba.
Su amada no recordaba que no lo amaba.
Y ahora sí, no pensó más. –Creéme que yo también necesito descansar-.
Mencioné que el tiempo no tenía mucho sentido ni importancia en este cuento. De importancia es que él salió. Y se la llevó. No sé que pacto, si lo hubo (y menos entre quienes), se realizó: diablo, dios, ángeles, Tanatos, Eros, Moiras, o azar. Pero, como dije, sin pensarlo, se la llevó.
Lejos de ahí. Para olvidar (quizá) lo que ella había olvidado.
Y sí. Al parecer fueron felices o, mejor dicho, armaron su propio sentido y significado de felicidad, casi como una nueva palabra. Extraña felicidad dirán ustedes. Extraña, considero, pero envidiable para muchos del resto de nosotros, los mortales.
Cerrar esta historia, darle más detalles, me parece empresa imposible, o sólo es que no lo quiero hacer por algún infantil e inentendible capricho. (Ello quizá implicaría un grado mayor de verosimilitud, el cual, ahora considero, de ninguna forma envidiable a otro cuento).
Imagínelo, si quiere, usted, lector, lectora, si quiere, como yo lo hice, lo hago, ahora, como único lector.
Lo único que añadiré es que él no se llamaba Paris, ni menos Alejandro. Pero, definitivamente, ella, de seguro, era Elena (aunque quizá no siempre se había, habría, o hubiese llamado así).
NOTA: nótese los impresionantes errores de gramática y expresión. Bueno, es difícil no haberlos notado, claro está, usted no es tonto -y no sea tonto-: no piense que el autor, aunque así quiera engañarlo, verdaderamente quiso escribirlo así, con errores. Pero es que así nomás son los pensamientos, por lo menos los únicos que conozco, entiéndase, los míos propios, quizás por ser algo tonto; eso también, no sea tonto ni se deje engañar, sólo usted lo sabrá.
Recordaba esos flamantes ojos, envueltos en un simétrico hasta la hermosura rostro, adornado por su siempre monumental figura.
Pensaba en esos novelescos enredos que habían terminado más cerca de una tragedia, en su irresoluta relación con ella; irresoluta porque esos recordados, y tan llenos de miradas, ojos, nunca habíanse fijado verdaderamente en él, dirigidos por ese entonces, a sus propios enredos y travesuras entre puberales y amorosas, más amorosas que puberales.
Cruza una calle oscura que no desentonaba con el resto del paisaje, jugando enamorado con la ambigua luna, recordando viejas historias mientras ideaba quizás otras nuevas.
Y como en la luna, pensaba ahora, luego de haber cruzado toda la calle en su extensión, en este amor, no sé si el más intenso, el más real o el más largo, pero definitivamente, en alguna de sus más escabrosas acepciones y formas, al fin, amor. La cuestión es que, en ese momento y bajo esas pocas estrellas refugiadas y vigiladas por la cruda oscuridad, y sin hacer caso a algunas enseñanzas de algún profesor de alguna especie de filosofía, se regocijaba perversamente, en el buen sentido, si lo hay, de perverso, en ése, esa noche, su amor, el amor de su vida.
Y si a algún curioso todavía le interesan las palabras de su maestro (por lo pronto, al escritor le interesa dejarlas entrever) eran, entre otras muchas, que ese amor adolescente ya se había ido; ya, sus alumnos, entre ellos el conductor del gobernado auto, debían crecer, y tener una visión más objetiva, real, concreta del complejo mundo actual. Visión que no se alejaba de su amistad con esa fría noche de martes.
Pero él, en ese momento, esa noche, se había permitido un bocado de fantasía. Y pensaba. ¿Porqué no habría en ese actual mundo, en su mundo, en su aburrida de a ratos, ciudad, una suerte de Delfos, una suerte de Apolo, Sibila, Calcas o Casandra? Idea mucho más interesante que el mero horóscopo de alguna marketinera revista, que la globalizada galletita de la fortuna o alguna errada en sus presagios y eliminada participante de “Gran Hermano”. Y aquellas, sus ideas, nunca desprovistas de deseo, deseaban entonces, si corresponde usar el término desear, un oráculo más certero. Deseaba un dios pagano, griego o hindú, pero, sobre todo, funesto y arbitrario, contra quien descargar la ira que, de a ratos, sentía por su aburrido destino.
Lo que no sabía es que la certeza es todavía más mezquina, fría y objetiva que la, muchas veces bondadosa, ignorancia.
Lo que no sabía es que persiguiendo a sus pensamientos, sin la necesidad de dios pagano alguno, un extraño destino lo avizoraba, ignorándolo él, gracias en principio a la ya bien conocida bondad de lo inconsciente.
Resultó, a modo de problema matemático, que en la próxima esquina lo esperaban las “moiras” de la región, en medio de una amena, y de seguro más que interesante, charla con el secuaz de Aqueronte, surgiendo entre x e y, que fácilmente podrían ser nuestros personajes - y algún que otro paréntesis-, una, espero legible, ecuación, carente segura de cualquier aritmética lógica.
Sumido en sus pensamientos, pie izquierdo jugando a su vez un histérico juego con el freno y el embrague, y pie derecho fiel a su amorío con el acelerador, y las manos entre volante y cambios, nunca pudieron prever y nunca podrían haberlo hecho, quién sabe que dios o señor del destino manejaba ese volante de hace ratos, que el amor de su vida, esa noche, se encontraría con él y los otros, expectantes; (en síntesis) todos se encontrarían en la misma situación, sin saber, tan sólo quizá en algún mero pálpito, que se iban a encontrar. Una esquina y un segundo los reunirían.
Clavó los frenos. Ella miró como obnubilada. Ellos empezaron su banquete.
Lo que él tampoco sabía es que ella sí había ido a su propio Delfos, quien la había signado con algunas heladas palabras tales como amor, vida y un curioso, místico y enredado destino, que entendería a su momento, quizás alguna fatalidad; en fin, todas esas cosas que acostumbran decir y nos acostumbramos a oír de los oráculos y, por qué no, también de las gitanas.
Él maldijo. Ella no tuvo tiempo. Ellos agradecieron no haber jubilado su trabajo.
Él salió más rápido del auto que de sus pensamientos y la vio. Ahora sí no entendía ese montón de cosas que hace unos instantes, o en toda su vida, no había creído entender. Lo que si pensó, pero tampoco sabía, era la certeza de la particular muerte ocasionada a su amada, esa noche. Él. A ella.
Lo que se sigue, ustedes mis lectores, si son algo más que parte de este cuento, y existen, verán de discernir su continuación como fantasía o realidad, paradójica ironía. Verán si los comensales festejaron o decidieron esperar. Para los primeros aquí termina la historia; para los esperantes, espero satisfacerlos con unas líneas más.
Unas fugaces lágrimas, como líneas, recorrieron el camino a su muerte, o hacia la unión en el piso con otras fugadas gotas carmesí.
Él la abrazó y alzó, como siempre hubiera querido. Como nunca hubo querido.
Entró en su auto camino al hospital, que se encontraba, extraña fortuna, a tan sólo unas cuantas, ahora mucho más oscuras, cuadras. A su lado estaba la idea de su amor y una mujer inerte al lado de ésta última.
El tiempo para el relato, o la vida, es una cuestión que amerita otras obras y las que ya hay seguro son más completas, acabadas y sinceras que lo que podrían ser las mías.
Así diremos entonces que, y ahora vemos que para mi birome es imprescindible alguna noción de tiempo, luego de muchos confusos pensamientos entremezclados con emociones de todo tipo, color y forma, principalmente, aquellos de tinte más opaco y taciturno, llegada la pareja al hospital, apareció, otra vez extraña suerte, un doctor.
Y es extraño ahora como dos personas que apenas conocemos, o no conocemos nada, en absoluto, pueden ser investidos de tantos, por demás locos, no sé si insanos, sentimientos y afectos. Esta es la anamnesis guardada para él, es decir, del despistado y soñador conductor. Ahora faltaba esperar la del doctor. Y más raro caso, esperando no pecar de ingenuo, o sí, es el de éste último. Este artista de la salud, sin ninguna significación para el amante hasta ese entonces, se convirtió de un golpe en una especie de salvífico redentor (y perdón, si se quiere, por tal blasfemia, pero así él lo pensó sin poder evitarse), de una especie de mago, único, amado, médico de almas, que se convirtió en todo eso con tan sólo alguna esbozada sonrisa y dos cortas palabras, que en sí nada de mágico tienen, o sí.
Y dijo:-puede pasar…-.
Entró nervioso. Ella esperaba nerviosa. Ellos también.
Él no podía creerlo. Ella no recordaba siquiera lo que significaba el término creer. Ellos si lo recordaban y también podían creerlo.
Y la suerte, fortuna, probabilidad, chance, azar, dios, Dios, diosa o fría (y hasta ahora, para él, para algunos, más que sublime) realidad, otra vez, fiel a lo que creo su esencia, había sorprendido a todos una vez más. A él, a ella, a ellos, y al mismo narrador. Sin romper con mito alguno, sin arruinar la fantasía del muchacho, sin quebrar el inefable oráculo de alguna traviesa galleta o eminente númen, sin reprimir el deseo, sin jubilar al médico ni a los incansables y eternos jornaleros infernales, y evitando dejar sin tinta ni papel el sueño de alguna suerte de escritor, la historia gobernada por la suerte volvió a jugar, ustedes dirán si dramática o no, yo diré que ni buena ni mala, ni justa o injusta. Simplemente, suerte.
-¿Qué pasó?-.
-¡No sé que pasó! Perdón. No sé cómo ni de donde apareciste… y te atropellé. Perdón…
-Pero… ¿te conozco?-.
-Mmm…No...Bueno, sí. Y justamente estaba pensando en vos… no sé si vas a entender…
(Algunas lenguas refieren que entre el diálogo antecedente y el subsiguiente, pudo haber habido tiempo)
-Creo que sí…- y con la cara toda sonrosada respondió:- ahora yo no sé si me vas a creer o no, pero lo único que apenas recuerdo es que algo o alguien me dijo que me iba a salvar la vida el amor de la mía…curioso destino, ¿no? jaja…- y luego de un silencio:- ¿Sos el amor de mi vida?-
Y él, loco, delirante, ignorante como nunca, sonrojado, nebuloso, a punto de caer, de darle un descanso a su cabeza, a su razón, y en un tono lo menos claro posible y lo más entre agudo y grave posible, respondió:-no…no sé… pero de seguro (aunque no lo pensaba o creía tan seguro) el de mi rara vida, y esta noche sobre todo, vos, lamentablemente (en un esbozo lo menos parecido a lo que en realidad es una risa) sí lo sos.-
Y ella, grandiosa y radiante como nunca, empezó, alegre, a reír. Nada pudo haberla hecho más reina.
_ ¡Sos un nabo! ¡Estoy hecha mierda, no recuerdo nada, y vos, la única persona presente y que aparenta conocerme, te pones romántico! ¡Porque no me acuerdo como hice para conseguir a este loco lindo! Jajaja. Ahora, aunque siga sin entender nada, ¿no te dijo el médico en cuanto tiempo nos vamos a poder ir? ¿Y qué hacía yo caminando en una calle oscura y vos atropellándome?-, dijo sin poder quitarse su buen humor. Buen humor sin sentido, rayando la locura, pero buen humor al fin. -¿Vamos a casa, dale? Necesito descansar.-
Y ahora sí, él no entendía nada de nada. Estaba totalmente perdido. ¡¡Su amada no recordaba que en realidad no lo amaba!!
Y, con su mente hasta ese momento nula de tanto trajín y embotellamiento (de ideas y raras sensaciones), volvió a pensar.
Su amada no recordaba que no lo amaba.
Su amada no recordaba que no lo amaba.
Su amada no recordaba que no lo amaba.
Y ahora sí, no pensó más. –Creéme que yo también necesito descansar-.
Mencioné que el tiempo no tenía mucho sentido ni importancia en este cuento. De importancia es que él salió. Y se la llevó. No sé que pacto, si lo hubo (y menos entre quienes), se realizó: diablo, dios, ángeles, Tanatos, Eros, Moiras, o azar. Pero, como dije, sin pensarlo, se la llevó.
Lejos de ahí. Para olvidar (quizá) lo que ella había olvidado.
Y sí. Al parecer fueron felices o, mejor dicho, armaron su propio sentido y significado de felicidad, casi como una nueva palabra. Extraña felicidad dirán ustedes. Extraña, considero, pero envidiable para muchos del resto de nosotros, los mortales.
Cerrar esta historia, darle más detalles, me parece empresa imposible, o sólo es que no lo quiero hacer por algún infantil e inentendible capricho. (Ello quizá implicaría un grado mayor de verosimilitud, el cual, ahora considero, de ninguna forma envidiable a otro cuento).
Imagínelo, si quiere, usted, lector, lectora, si quiere, como yo lo hice, lo hago, ahora, como único lector.
Lo único que añadiré es que él no se llamaba Paris, ni menos Alejandro. Pero, definitivamente, ella, de seguro, era Elena (aunque quizá no siempre se había, habría, o hubiese llamado así).
NOTA: nótese los impresionantes errores de gramática y expresión. Bueno, es difícil no haberlos notado, claro está, usted no es tonto -y no sea tonto-: no piense que el autor, aunque así quiera engañarlo, verdaderamente quiso escribirlo así, con errores. Pero es que así nomás son los pensamientos, por lo menos los únicos que conozco, entiéndase, los míos propios, quizás por ser algo tonto; eso también, no sea tonto ni se deje engañar, sólo usted lo sabrá.
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